viernes, 19 de septiembre de 2014

El club de lectura del final de tu vida

Subrayo en el libro de Will Schwalbe el tipo de madre que desearía ser para mis hijos: “De niños, detestábamos esa obligación, pero cuando veía a mi madre dar las gracias (...) con gesto radiante, caí en la cuenta de una cosa que había intentado inculcarnos desde siempre: el agradecimiento encierra auténtica alegría”. Legarles la virtud de ser personas alegres, educadas, compasivas, empáticas con el dolor y la necesidad ajena. Con ello me daría por satisfecha.

Hace días recibí un correo de un refugiado que escapó de Siria dejando atrás la mayor parte de su familia. Habíamos coincidido en La Casa del Libro Árabe, una librería pintoresca de Barcelona, donde Moafak, mi profesor por entonces, nos inculcaba, con su paciencia infinita, el amor por una lengua desconocida. Leíamos y escribíamos en símbolos que nos resultaban artificiales, en una lengua compleja para nosotros y que, un día descubrimos, a menudo se escribía sin vocales. Aquel conocido me había ofrecido colaborar con una revista en Siria. Ahora me pedía ayuda. Lo había perdido todo. Le habían torturado. ¿Qué hacer? 

Sé lo que hubiera hecho la madre de Will: “Siempre se puede hacer más y se debe hacer más, pero aun así, lo importante es que hagas lo que puedas cuando puedas. Haz lo que esté en tu mano, eso es lo único que puedes hacer. Mucha gente recurre a la excusa de que no cree que pueda hacer gran cosa y acaba por no hacer nada en absoluto. Nunca hay una buena excusa para no hacer nada, aunque sólo sea firmar algo, o enviar una pequeña contribución, o invitar a una familia de refugiados recién llegada a comer el día de Acción de Gracias”.

Mientras cavilo en la forma de recaudar fondos para uno más de esa larga lista de refugiados que nunca deberían haber perdido a su familia, su hogar, su dignidad, la esperanza en el mundo y en ellos mismos, me pregunto qué pensarán de mí mis hijos cuando yo falte, de qué forma seré recordada, si me habrán querido con la intensidad con la que uno se aferra a un deseo imposible, si a sus ojos seré un espejo en el que quieran reflejarse, el agua clara del remanso al que acudan cuando busquen una razón para vivir. Quizás algún día también digan “Mi madre me enseñó a no apartar la mirada de lo peor, pero a creer que todos podemos hacerlo mejor.”

Puede que inculcar valores no sea la mejor forma de prepararles para la supervivencia. Puede que la competencia y la ferocidad imperantes les hagan vulnerables. Puede que, en la ley de la selva, la bondad no les sirva de gran cosa. Pero puede que, a pesar de todo, valga la pena intentarlo. 

martes, 16 de abril de 2013

La Historia del Señor Sommer


Reconozco que siento predilección por las historias contadas a medias, los finales abiertos, los personajes ambiguos, y que hubo un antes y un después de conocer al señor Sommer: ese anciano misterioso que deambula de un lado a otro con su cayado y su mochila sin rumbo fijo y al que adivinamos a través de la mirada particular de un niño. Confieso que descubrí esta obra de Süskind gracias al monólogo maravillosamente interpretado por el mallorquín Pep Tosar (al que fui a ver dos años consecutivos y volvería a ver si algún día regresa con el señor Sommer a Barcelona ), y que ese libro ocupa un lugar preferente en mi salón y en mi memoria.


Corría el año 1994 cuando comencé a leer a Süskind. Recuerdo haber devorado El Perfume durante mis viajes en metro desde la residencia La Madeleine en la que me hospedaba camino de Mermoz, en Lyon, y haberme dejado atrapar por las excentricidades de Grenouille hasta el punto de haberme confundido más de una vez de parada. Eran años de fiesta y diversión, pero también de descubrimiento de nuevas sensaciones: las que produce un nuevo amor, una ciudad desconocida, una cultura ajena. La bohemia de los techos altos con vistas a la Croix Rousse iba a quedar pronto atrás como atrás íbamos a extraviar los besos, la sensación de falsa independencia, la alegría de pensar que por fin habíamos descubierto el amor verdadero.

Hay personajes como el señor Sommer, o como el Gran Gatsby, que nos fascinan a pesar de lo poco que el autor nos desvela de ellos. Personajes que son los indiscutibles protagonistas de la historia aun cuando los oímos hablar en contadas ocasiones. 

Construimos personajes como construimos personas: mediante engañosas primeras impresiones, percepciones subjetivas, forjándonos una visión parcial de lo que son, lo que piensan. Creemos conocerles y hasta les encasillamos, y ya nunca les concedemos merecidas segundas oportunidades.

      Hace tiempo que he renunciado a albergar, en mi desván de las apreciaciones, compartimentos estancos de buenos y malos, de nobles y mezquinos, porque todo juicio es relativo: ni nadie que conozco es tan bondadoso que resulte incorruptible, ni nadie tan vil que no sea susceptible de ser redimido. Como dice una canción de Psycore: “Nothing is so good that you can’t make it worse. Nothing is so great that you can’t mess it up. Nothing is so perfect that you can’t turn it down”.

          Dar segundas oportunidades es acertar en el sendero que nos aleja del ostracismo emocional y nos coloca en la vía rápida hacia el respeto y hacia la tolerancia.




viernes, 28 de diciembre de 2012

Manual de la Oscuridad




 De pequeña crecí en un ambiente inundado por la magia. Los miércoles, podías ver desfilar por la casa de mi abuela a personas provenientes de los lugares más recónditos de la geografía catalana. Ella, mi abuela, carismática y afable, pasaba “caridades” y ayudaba a gentes necesitadas de respuestas: la sala de espera se llenaba entonces de desconocidos anclados a sillas de rejilla que aguardaban impacientes su turno. Los miércoles,  el antiguo garaje reconvertido en sala se transformaba en un cuarto oscuro: una habitación cargada de misterio para una niña que no sabía de trances ni de almas ni de curaciones. 

Dice Enrique de Hériz a través de su protagonista Víctor Losa, que “el pasado y el futuro nos cercan. Sólo las historias que contamos hacen posible la ilusión de cruzar la línea. (…) Hasta que desaparecemos, consumidos por el fuego del tiempo”. Yo, a menudo, vuelvo los ojos hacia ese pasado de días felices en compañía de mi abuela, a esa Casa de los Espíritus que nunca comprendí porque nunca osé preguntar. 

Hubo un tiempo en que me obsesionaba saber si habría heredado algún “poder”, si mi abuela me habría escogido como portadora del testigo de esa magia. Y ahora sé que sí: llevo en mí toda la esencia de las risas y los juegos, de las tardes de parchís y anocheceres en butacas de cuero y tapetes de ganchillo donde se forjaba mi corazón de niña, donde la felicidad irrumpía a destajo en la casa y en las horas con mi abuela. El poder de disfrutar de las pequeñas cosas, de no tomarse el mundo demasiado en serio, de reírse de uno mismo es la herencia incontestable, es la magia que he heredado de mi abuela.

Manual de la Oscuridad no es un libro de magia; es una novela de superación, un retablo veraz de cómo nos enfrentamos los seres humanos, incluso los más sublimes, incluso habiendo sido elegidos como “el  mejor mago del mundo”, a una catástrofe inesperada: la ceguera de Víctor Losa es nuestra ceguera ante la futilidad del presente, porque no hay presente, sólo historias que reinventamos al contarlas y un futuro incierto. Hasta que morimos. Y eso sea acaso lo que haya de pasarle a la historia de mi abuela, que perezca “con el fuego del tiempo” y del olvido.

Como Víctor, escribimos el futuro, que a nadie le quepa duda, con palos de ciego.